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El centenario de mi abuela, la de la sonrisa perenne



Por Guadalupe López García
Periodista con Maestría en Estudios de la Mujer por la UAM y especialización en Estudios de la Mujer por el PIEM de El Colegio de México, se ha desempeñado como guionista y productora de radio; colaboradora, editora y coordinadora editorial en diversos medios como el IMER y la SEP, La Jornada, El Día, Uno más uno, Fem y Notimex. Trabajó en el Centro Integral de Apoyo a la Mujer "Esperanza Brito de Martí" en el DF y fue coordinadora de la Unidad Delegacional de Iztacalco del Inmujeres-DF. Ha recibido reconocimientos a su labor periodística y en defensa de los derechos de las mujeres por parte de la AMMPE, Conmujer, Cimac y la delegacion Iztacalco del DF.


Mi abuela materna Felicitas Hernández Pérez cumplió cien años de vida en marzo pasado. Ella, las tías y mamá la festejaban el 6 ó 7 de marzo, de acuerdo con el santoral católico, pero en su acta indica que nació el 30 de ese mes. Por eso la fiesta se adelantó con una ceremonia religiosa, una comida con mole, un baile con la Banda Tepetlalpeña , y un enorme pastel con flores de merengue rosas y blancas.

Felicitas (ó Felícitas, con acento) nació en Tulancingo, Oaxaca, en 1911. Se casó a los 17 años con Gabino García y procrearon 8 mujeres y 3 hombres, de los cuales dos mujeres y un hombre ya murieron. Todos(as) le han dado 50 nietas(os), 84 bisnietas(os) y 21 tataranietas(os).

Esa fue la cuenta que saqué con la ayuda de tías, mamá y primas, contando dos embarazos y un nieto adoptado, con sus tres hijas(os). Faltarían por ahí algunos(as) bisnietos(as) vivos(as) o nietos fallecidos, pues es difícil llevar la cuenta de cuatro generaciones y más aún conocer a todas(os).

Quienes pudieron ir al festejo bailaron un vals alrededor de la festejada, junto con nueras, yernos, amigas(os), primas, sobrinas(os), ahijadas, compadres y comadres; muchas(os) de los cuales se reunieron días antes para matar y limpiar los pollos, tostar el chile y las especias, hacer el atole de maíz, cocer el nixtamal, ir al molino y cortar la leña, entre otras tareas.

Al igual que las mujeres de mayor edad de su pueblo, la abuela siempre se pone un delantal, y ella misma se hace sus trenzas que entreteje con coloridos cordones. Pero aquel sábado 5 de marzo lució un vestido rosa con alcatraces, la peinaron y le hicieron un ramo de flores, como una quinceañera.

Felicitas es de estatura baja y con los años se fue haciendo más pequeña. Ahora camina apoyada de un bastón o en una silla de ruedas; ve, escucha y come poco, pero su mente está lúcida y recuerda a todos(as) sus hijas(os) y a muchos(as) nietas(os) quienes la han apoyado o han estado más cerca de ella.

Cuando la van a visitar, ella platica, ofrece comida, café o tortillas y se despide dando su bendición. Así estuvo en la fiesta, con esa sonrisa de siempre, tal y como la recuerdo desde que yo era niña. Quizá porque lleva la marca de su nombre: ella es felicidad... ella es afortunada, con sus malos y buenos momentos.

De su vida, mis tías y mi mamá conocen poco, sobre todo porque la mayoría salió de Tulancingo cuando eran jóvenes o casi niñas(os) para trabajar y enviar dinero a Felicitas y Gabino, pues tuvieron muchas carencias. La familia García Hernández vivía del campo, de las flores y del sombrero de palma, que todas y todos tenían que tejer y vender para comprar el maíz de la siembra.

Eulogio, el papá de Felicitas, hacía barquillos (especie de hojaldra de harina) y se iba con su esposa Clara a venderlos a las ciudades de Veracruz, Puebla y Oaxaca. En un viaje, mi bisabuela se enfermó y murió en Tehuacán, Puebla; ahí la enterraron. Eso lo recuerda muy bien Felicitas, quien tenía como cinco años, y quien narra que su papá y ella regresaron al pueblo, en un viaje de tres días caminando.

El caminar fue otra característica en la vida de mi abuela, pues Gabino era de la comunidad de "El Capulín", a hora y media de camino a pie de la cabecera municipal, trayecto que recorrían diariamente todos(as) los(as) niños(as) de la ranchería cuando iban a la primaria "Mártires de la Revolución".

La infancia de mi abuela transcurrió durante la Revolución mexicana, con la nueva esposa de Eulogio, Teófila Velasco, y sus dos medios hermanos; época vivida más con miedo que con esperanza, pues cuando llegaban los soldados o los revolucionarios, las mujeres se tenían que esconder para que no se las robaran o no las violaran.

La madrastra de mi abuela la ocultaba en una cueva que está en una peña de "El Capulín", y ahí se quedaban a dormir hasta que se iban los de "la bola", quienes "jalaban parejo, pues se robaban el maíz, el trigo, el frijol y las mujeres", recuerda mi tía Gudelia.

Mi abuela dijo en la misa de su centenario, respondiendo a una pregunta del sacerdote, que había estudiado hasta el segundo de primaria. Y como sabía leer y escribir, fue "maestra" en "El Capulín" para alfabetizar a jóvenes y adultos(as). Un señor les enseñaba a todos los hombres y mi abuela a todas las mujeres.

Mi mamá, Leonor, ahora de 72 años, aprendió con ella antes de ir a la escuela. "Eran muchas mujeres y yo me sentaba con ellas", me explicó y recordó que todos los jueves mi abuela, con sus alumnas, iba al pueblo para que la maestra de la primaría le revisara su trabajo.

En "El Capulín", donde nacieron los once hijos(as) de Felicitas y Gabino, nunca ha habido luz, ni caminos, ni agua, ni molino. A Matilde, Gudelia y Noemí, las hijas más chicas, ya no les tocó lo más difícil, aunque también trabajaron mucho. En la comunidad vivían varias familias, pero hoy sólo quedan Isabel y Encarnación García García, vecinas de mis abuelos y quienes también estuvieron ayudando en la fiesta. Gudelia les preguntó que por qué seguían viviendo allá y ellas respondieron que su papá las dejó allá, y allá se tenían que quedar.

Gudelia también evoca a Gabino a quien lo define como un hombre de aquel tiempo. Él les decía a sus hijas(os) que tenían que estudiar para progresar; y aunque sólo sabía escribir su nombre, Leonor relata que por las noches les revisaba la tarea a todos(os), de tres en tres. Fue síndico municipal y luego regidor; pero mucho antes, como ayudaba a la partera del pueblo, aprendió esa práctica. Eso no lo supieron mis tías muchos años después, cuando ya había muerto.

Todos(as) los(as) hijos(as) fueron haciendo su vida, construyendo su historia, echando raíces en otros lados. En Tulancingo están tres y con Felicitas vive Rosa, la tercera de las hijas quien quedó viuda hace muchos años. Ella no tuvo hijos; tampoco Manuel el mayor -ya fallecido-, aunque adoptó a uno, quien estuvo en la fiesta del centenario.

Hace 23 años, escribí en la revista Fem (Núm. 70, octubre de 1988) un reportaje sobre mujeres campesinas, en el cual hablé de mis dos abuelas. Ahí dije que Felicitas era una luz que se iba apagando poco a poco, como su rancho, y que nunca pasaría a la historia, al igual que las mujeres de Tulancingo, municipio que en la actualidad tiene unos 300 habitantes, y que es considerado de media marginalidad.

Pero no lo dije porque sus vidas hayan sido insignificantes, sino porque la historia "oficial" no habla de esas mujeres y de esos hombres que han construido este país, haciendo surcos con sus propios pies y sembrando con sus propias manos, desde las entrañas de su tierra fértil.

Con cien años a cuestas, mi abuela ha pasado a la historia, al igual que otras(os) habitantes de Tulancingo quienes ya andan rondando esa edad, como Rufina Velasco Hernández, quien falleció a los 102 años, unos días antes de la fiesta de Felicitas.

Después de su homenaje, Felicitas comentó a sus hijas(os) que como este año la fiesta había sido en grande, a lo mejor la siguiente sería más sencilla. Y mientras llega su cumpleaños número 101, en ese pueblo de oscuras noches brilla como nunca la luz de mi abuela, la de la sonrisa perenne.






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