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¿Qué hacemos con la niña?



Por Silvia Rodríguez Trejo
Profesora de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, y colaboradora en el Programa de Radio "Quinto Poder" en Radio Universidad de Hidalgo


Qué hacemos con la niña, preguntaba a los cielos Isabel Ramírez, la madre de Juana Inés, una pequeña cuyo principal interés era hurgar en la biblioteca del abuelo materno y pedir, suplicar que, a sus cortos tres años, le leyeran un pedacito de aquellas maravillas que encontraba en cada página, tal vez Quevedo, quizá Lope de Vega... Tres años que iluminaban una mirada curiosa, una mente privilegiada.

Qué hacemos con la niña, le preguntaba a su padre, y le reprochaba que le hubiera fomentado el interés por la lectura, y, entre escandalizada, orgullosa y preocupada, veía cómo Juana Inés tomaba entre sus pequeñas manos lo que parecían entonces como enormes libros para, con trabajos, dárselos a su abuelo y así, sentada en el piso escuchar con asombro cada línea, cada frase... la pequeña y adorable Juana Inés...

Qué hacemos con la niña... no lo sé, contestaba el orgulloso abuelo, a sabiendas de que a él le debía esa inclinación a las letras. Pero, si la tierra no estuviera preparada, no daría fruto alguno... Eso pasaba con Juana Inés, su mente estaba abierta al conocimiento, su inquietud era innegable, ella quería aprender más de los que sus ojos podían alcanzar a ver. Quería conocer lugares lejanos, quería sentir mil emociones y eso, sólo la lectura le podía ofrecer... así, el abuelo sabía que lo hecho era lo correcto. Procurar que Juana Inés tuviera siempre un libro entre las manos... para él, la respuesta estaba dada.

Qué hacemos con la niña... y entonces surgió la gran idea... Isabel, la madre de Juana Inés, la mujer que, sola y sin un hombre al lado administrara y llevara su hacienda con habilidad y dedicación, hizo lo que casi nadie se atrevía: mandar a su hija a la escuela, ya que para la sociedad autoritaria y patriarcal de la época, a las mujeres sólo se les instruía en las labores del bordado, de la cocina, del bien servir a los hombres cuando, ya, en matrimonio, hicieran de su casa un altar. Sólo para eso debían educarse, para qué más... y entonces, aún contra lo establecido, a la niña Juana Inés se le dio la oportunidad de asistir a la escuela, a sus pocos tres años y sólo con el fin de acompañar a su hermana mayor.

Qué hacemos con la niña... se preguntaba ansiosa la maestra... es demasiado pequeña se repetía cuando la vio por vez primera... pero, en qué estaría pensando su madre cuando la trajo aquí, seguramente ya no la soportaba en casa... en fin, mascullaba, habrá que esperar a que la niña desista del capricho y extrañe sus juegos... palabras, pensamientos que se llevó el viento, porque si algo tenía Juana Inés era justamente la decisión de permanecer allí, en ese lugar donde el tiempo apenas alcanzaba para formar las letras y con ellas palabras y con ellas ideas... y pronto la niña de tan sólo tres años aprendió a leer y con esto, por fin, se bastaba para entrar en ese mundo lleno de sabiduría, de emociones, y de anhelos... entonces, su tiempo lo dividía entre la escuela y la biblioteca de su abuelo, dejaba de jugar dejaba de comer, sobre todo, dejó de comer queso por la creencia tan socorrida de que comerlo causaba estupidez.

¿Qué hacemos con la niña? Ahora, ya a sus ocho años, la pregunta era más apremiante.. qué hacer con quien ve a los demás con espíritu inquisidor? ¿Qué hacer con quien usa a su buen servicio la razón y la reflexión ante una gran mayoría inculta? o ¿cómo tratar a quien siempre dispone de la respuesta correcta y justa para acallar la insensatez del campirano inculto, cuyo interés primordial es la cosecha, el ganado, la temporada de lluvias?

Qué hacemos con la niña que, a los ocho años ha ganado un concurso al escribir una Loa al Santísimo Sacramento, se decían los frailes dominicos de Amecameca, esa pregunta estaría pendiente de responder tiempo después, cuando ya Juana Inés contaba con trece años, y su fama era conocida por el Vicario Francisco Musquiz quien muy probablemente aconsejó a Isabel para que su hija aprovechara tanta sabiduría y así, su inteligencia no se quedara encerrada en un pueblo donde la cultura era, para los hombres estorbo, para las mujeres liviandad.

Qué hacemos con la jovencita que, a los 17 años se encuentra ya en la dos veces imperial ciudad de México, qué responder cuando se maravilla con tan grandes edificaciones, con la diversidad de razas, de oficios, de sabores... qué contestar cuando pregunta sobre bellas obras pictóricas, y sobre todo cómo decirle que no, que ella no podrá asistir a la Real y Pontificia Universidad... por lo pronto, la tía María le enseñará los modales y las artes que debe aprender una dama para ser aceptada en los círculos sociales más elevados, para estar a la altura de la mismísima corte virreinal. Aún así, la jovencita tuvo a bien contar con un instructor que le enseñó la gramática latina en veinte lecciones... veinte, sólo veinte... ella precisaba de 50, 100, de mil... ella quería el conocimiento de las cosas, de las palabras, de la prosa y de la poesía... y así lo haría entender.

Qué hacemos con la bella joven se preguntaban los virreyes de la Nueva España... por lo pronto, la virreina, Doña Leonor Carreto, se hacía acompañar por ella, debido a que su ágil plática, su inteligencia y su hermosa juventud le proporcionaban solaz en su aburrida vida de sociedad, una sociedad cerrada, inculta y sobre todo regida por el tedio entre las horas frente al balcón de la plaza de armas, las horas con los frailes y confesores, las horas con los desvalidos y pobres, las horas con las damas de la corte, cuya principal virtud era no querer parecerse a sí mismas y para ello se embadurnaban el rostro con afeites traídos de España, coloretes que les hacían resaltar más los años, se apretujaban las carnes y ponían los senos al aire como en las cortes francesas, y usaban bellos y enormes abanicos para tapar el rubor que les provocaba una mirada obscena -algo que, sin duda habían buscado- Y entre esas artes del engaño y la adulación permanente, Juana Inés llegó para asombrar con su plática de filosofía y teología a los doctos en la materia, su prosa y poesía eran causa de admiración y su gracia y belleza la hacían la envidia de las mujeres y el centro de atención de los hombres. Su estancia en la corte virreinal fue una vivencia que en sus obras posteriores bien que le ayudaría a expresar fielmente los vicios, los anhelos y sinrazones de las altas esferas de la sociedad colonial en la Nueva España.

Qué hacemos con la dama de la Corte... nada se podía hacer, ella no quería otra cosa que tener acceso al conocimiento, a las letras, a los libros, a la ciencia, y eso, difícilmente lo encontraría en un lugar tan fatuo como el palacio virreinal; tampoco estaba en su camino encontrar marido, le disgustaba tan sólo pensar en esa posibilidad, además, carecía de dote y, por tanto ¿ qué hombre de posición social podía fijarse en ella? Así, la opción fue, sin duda, cumplir con lo que las damas criollas de alto rango tenían por destino: encerrarse entre los muros de un convento. Es entonces que entra como Carmelita descalza, donde se seguían reglas muy severas, entre las que destacaban el entregarse por completo a la oración, donde la comida era escasa y las penitencias y ayunos demasiados y, además de estar completamente restringidas las visitas no podía contar con la ayuda de sirvientas ni esclavas – algo que en otros conventos era común . Todo ello la llevó a tener un fuerte quebranto en su salud y en su ánimo...

Qué hacemos con la monja enferma... se preguntaban en el convento... pero, por qué fue a dar a esa comunidad eclesiástica tan rígida en sus normas... la única respuesta era que la habían mandado allí como castigo a su afición a las ciencias y a la lectura, inclinación mal vista para una mujer, ya que tan sólo por serlo se pensaba que su capacidad intelectual no era adecuada para el estudio. Del convento de las carmelitas, regresó a recuperar sus salud al lado de la virreina para, tres meses después, ingresar al convento de Santa Paula, mejor conocido como San Jerónimo, el cual, habrá que decir, era una pequeña ciudad y nombrarlo convento era la mitad mentira y la otra mitad... también... ya que en ese entonces a pesar de haber jurado pobreza, obediencia, castidad y clausura, las monjas podían usar joyas, reunirse en grupos para charlar y tomar un delicioso chocolate, comer opíparamente y dentro de los muros del convento, tener sus propias viviendas con sirvientas y esclavas a su servicio... así que, el entorno era propicio para tener el tiempo necesario para leer, estudiar, escribir, pensar...

Qué hacemos con la monja... esa era la principal preocupación de la madre superiora, no fuera a querer leer, escribir, estudiar, si no, para qué había pedido una habitación de dos pisos, para qué traía consigo una carga de libros, para qué se encerraba y estaba a solas sin compartir con sus compañeras de clausura en los ratos de charla, por qué se molestaba tanto cuando se hacía ruido en las habitaciones contiguas... así, la madre superiora sabía desde un principio que esa iba a ser una tarea difícil, meter en cintura a un espíritu libre, a una mujer audaz. Y seguía repitiéndose una y mil veces ¿ qué hacemos con Sor Juana Inés de la Cruz?...






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