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OPINION


De la infidelidad femenina



Por Elvira Hernández Carballido
Doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Comunicación. Profesora investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, fue jurado en el reciente Premio Nacional de Periodismo.

Un día, Isabel, que estaba casada, se topó con esa mirada jade del ayer, la halló guardada en el espejo retrovisor de un automóvil. Ella tuvo que desempolvar sus recuerdos, despertar a su piel y hacer pacto con el diablo. Reconoció las mismas manos de antes, recordó el sabor de esos besos aunque trató de no perderse en esa mirada. El placer agudizó nuevamente sus sensaciones. Su cuerpo despertó de un marasmo voluntario.

Nunca hubo culpa en ese idilio infiel, solamente un cosquilleo interminable por el cuerpo que eternizaba su reencuentro con el placer. Su vanidad llegaba al cielo. Las décadas de experiencia y los años de diferencia no marcaban distancias. Se arriesgaba a querer con razones a ese hombre transformado en señor con el paso del tiempo y empezaba a perdonar al hombre que ahora solamente quería.

Durante un buen tiempo el destino fue su aliado porque provocaba encuentros sin cita con el otro mientras disfrutaba los rutinarios días familiares. Isabel decidió iniciar un juego donde compartía el amor apacible con el amor clandestino. La sonrisa altiva se dibujaba en sus labios cuando uno juraba quererla porque recordaba que horas antes el otro le había jurado lo mismo. Nunca confundió sus nombres porque sus miradas marcaban la pauta para no enredarlos ni en su corazón ni en su discurso.

Con los dos estaba por ratos y en ese instante le gustaba suponer que amaba al que no estaba. Con los dos compartió instantes y por lapsos presenciales los amó pausadamente. A uno, por los años de compañía, al otro por la fugacidad de los buenos momentos. Al primero por hacerla llorar tantas veces, al otro porque nunca la hizo derramar lágrima alguna. A uno porque garantizaba el amor eterno y al otro por la pasión desbordada. A uno porque ya conocía de memoria su cuerpo y al otro porque empezaba a redescubrirlo. A uno porque sus estiladas manos la recorrían con la rutina del amor de siempre. Al otro porque sus robustas manos empezaban a reconocerla con inquietud. A uno lo podría reconocer con los ojos cerrados. Al otro quería memorizarlo.

Entonces, Isabel recuerda lo que esa gitana moderna auguró. Decide indagar atenta las líneas de su mano para identificar donde permanece uno y donde late el otro. Solamente mira rayas incomprensibles, señales jeroglíficas, estrías caprichosas y hasta linderos remotos. Un extraño pentagrama que amenaza con transformarse en pasado ingenuo, en presente infiel y en futuro perdurable.

Reconoce que ahora estos dos hombres están marcando su destino, el mismo destino que no vive en sus manos pero que ha sido labrado por sí misma. No puede permitir que nadie las espose o las reprima, en sus manos sí está claro que nunca ha tenido dueño alguno. Solamente acepta que tiene dibujadas en las palmas de su mano un mapa varonil con las siluetas de dos hombres tan diferentes pero amados por igual.

Para Isabel son dos hombres fáciles de describir mientras ella fue una vez mujer abnegada, hoy una mujer infiel, siempre una mujer honesta, posiblemente una mujer angelical, a veces una mujer mundana, para eternamente una mujer orgullosa de sí. Todas ellas y ninguna evocan a uno y entrañan al otro, sin comparaciones ni diferencias latentes.

Vuelve a escudriñar su mano mientras confiesa que siempre amará con quien disfruta el olor del hogar feliz en tanto el otro aguardará resignado la ocasión para amarla. A uno no debe esperarlo, ya sabe a dónde llegar. Con el otro se impacienta porque ignora si después de una despedida él regresará. Eligió seguir a lado de uno pero le gusta arriesgarse en lo imprevisto con el otro. Se conforma con uno, lucha por el otro.

Isabel mira nuevamente la palma de su mano y como ese libro abierto que adivina su vida, decide aceptar que confundidos con esas marcas eternas están dos hombres, trazados por nadie más que ella misma, una arquitecta de su plano personal que no deja de sorprenderla y de revisarlo intrigada con la certeza de que siempre amará a uno y jamás olvidará al otro.

Isabel o Rosario, Laura y María, otras más, ella, tú, yo, todas y ninguna. Seguramente esa historia puede ser la de una de las siete mujeres mexicanas que han sido infieles, según datos obtenidos en la encuesta dada a conocer por el Instituto Nacional de Psiquiatría.






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