ABRIL 2018

Manifiesto por el derecho a marcharse

Foto: Dulce Miranda/MujeresNet

De cara al mandato social de permanecer en espacios o relaciones pese a maltratos e infamias, explica Karina Vergara Sánchez, el derecho a marcharse constituye una acción de autocuidado, dignidad y justicia para cada mujer.

He visto a tantas mujeres devoradas en nombre del amor de pareja. Pese a maltratos, traiciones, infamias, se quedan. Se quedan a lavar los platos, a limpiar la casa del marido; a preparar la comida de los suegros; a criar niños y luego a los niños de sus niños; a dar servicios eternamente, a dar cuidados toda la vida. Se quedan porque nos enseñaron que el amor tiene que durar para siempre, que se tiene una que sacrificar por amor, que, si ya invertiste tantos años, hay que hacer un esfuerzo más.

He visto a tantas mujeres devoradas en nombre de la familia. Pese a maltratos, traiciones, infamias, se quedan. A pesar del padre violento, del abuelo golpeador, del tío agresor sexual o de la abuela que pidió silencio. Se quedan a servirles el pavo en navidad y hasta a cambiarle los pañales llenos de caca cuando el viejo agresor ya no puede valerse por sí mismo. Porque la familia es familia, es lo más valioso que una tiene, dicen.

He visto a tantas mujeres devoradas en nombre de la amistad. Pese a maltratos, traiciones, infamias. A pesar de las estafas, groserías, chismes, manipulaciones, se quedan en el grupo, se siguen encontrando, por años, los viernes para ir a bailar y vacacionan con el círculo de amistades y les piden que sean sus testigos en la boda. Valoran que a pesar del daño hay que rescatar los recuerdos buenos, los momentos divertidos, las anécdotas compartidas.

He visto a tantas mujeres devoradas en nombre de la organización política. Pese a maltratos, traiciones, infamias. Se quedan a tapar el escándalo, a seguir levantando la pancarta, a hacer "control de daños", a ver cómo retomar. Se quedan porque los años de trabajo, porque el capital político invertido; porque, tal vez, entre los restos de todo lo derrumbado encuentren un cachito de la utopía que fue resquebrajada.

He visto a tantas mujeres quedarse sosteniéndolo todo ante los terremotos. Incluso, cuando ya las han abandonado. Incluso, cuando todos ya se han marchado.

He visto a tantas, compañeras, amigas y enemigas queridas, que en nombre de aquello que las une o del trabajo o de las ideas o del afecto invertido se quedan. Porque nos han enseñado que ser mujer es comprenderlo todo, perdonarlo todo, mantener los lazos a cualquier costo. Se quedan, se quedarán y morirán al lado de quien les ha robado, descuidado, mentido o lastimado.

Yo no puedo, no quiero.

Desde donde yo miro, sé que ninguna de nosotras debe estar obligada a permanecer en ningún espacio, en ninguna circunstancia, cuando no hay reciprocidad, cuando no hay tiempo compartido, cuando falta el cuidado.

De otro modo, de otra dimensión tendrán que ser los afectos, las acciones, las pasiones políticas.

Buscar buen trato para una misma es, todavía en este siglo XXI, para las mujeres, un acto de Insubordinación.

¿Me he marchado yo?

Sí, al menos, una decena de veces.

Me fui de lazos biológicos ante la violencia.

Me fui de lealtades políticas cuando vi manipulaciones y corruptelas.

No respeté popularidades, poderes, títulos académicos ni reconocimientos chamánicos cuando detrás había abusos de poder o malos tratos.

No respeto a quienes reconocen esos abusos, los saben, los ven, hasta se escandalizan y, sin embargo, se quedan en complicidad, rindiendo culto o encubriendo a quienes saben que han dañado.

También, me he ido muy lejos de aquellas que creía compañeras pero que construyen entramados que parecen teóricos que, en realidad, están sólo discursando para excusarse a sí mismas, para justificar su cercanía con agresores o para proteger a las agresoras y revictimizar a quienes han padecido.

Hace tanto que tampoco comparto sueños de grandes movimientos ni de enormes masas que me convoquen a levantar mis consignas, si el precio de las apariciones en los noticieros es tener que caminar al lado de quien he visto lastimar o que me han lastimado.

No hay mensajes de "cariño" o "reconocimiento" que me hagan olvidar que ese afecto se posiciona años tarde, cuando ya enfrenté sola los huracanes.

Por supuesto, no soy quién, para decir estas cosas, me sobran mis propios espejos para decir lo ínfima que soy.

Sin embargo, sé que, con todo y lo vana, desacertada o insuficiente que puedo ser, tengo derecho a decir dónde y con quién no quiero y es ahí donde no estoy.

Debo advertir que marcharse siempre tiene costos. Significa dejar el privilegio de ser la buena, la comprensiva, la tejedora de lazos que toda mujer-debe. Significa ser la mala de la historia, la que se negó a quedarse donde tantas se han quedado, la renegada, la que debe estar equivocada, aquella de quien se habla en corrillos y a quien se mira con censura.

Igualmente, siempre habrá modo en que llegarán mensajes que adviertan del error tan grande de marcharse. "A este paso habrás de quedarte sola, aislada". En mi caso, tal vez, sea cierto. Sin embargo, elijo la soledad peligrosa y no la impunidad en manada.

Para marcharse hay que saber que lo material muy probablemente se pierda y que no hay argumento que sea suficiente para quien se queda. Nadie escucha lo que no quiere.

Por ello, cuando viví violencias, cuando me sentí utilizada, cuando no fui escuchada o el tema o el acto se convirtieron en muralla irreconciliable, no quise más de aquello.

Yo no me permití exponer mis días más a lenguas que sé que laceran, me negué a intentar convencer de lo inconvencible o a tener que tolerar lo que no toleraba.

La última conversación siempre es difícil, significa tratar de hacer comprender a quien no quiso comprender cuando había tiempo y ganas del por qué una se va. Para una es el cierre, para alguien más nunca serán suficientes o complacientes las razones, así se convierten en conversaciones inacabadas para siempre. Es una claridad importante el saber que lo que duele a quien detracta no es la falta de una charla más, es el que no se le haya permitido reducir a quien se marcha, de no ser quien tuviera la última palabra.

Sin embargo, pese a los costos, pese a los caminos solitarios, poder marcharse es una elección potente. Significa poder andar sin fardos, sin deberes, sin amamantar a quien no se desea seguir alimentando, sin rendir cultos a quien no los merece. Significa no permitir más heridas de quien hiere, significa espacio para sanar y para inventarse nuevos rumbos libres.

Ojalá otras, ojalá muchas, logren marcharse sin tener que someterse a la última sentencia de quien les ha herido o de a quien ya no le deben nada.

Yo me he marchado, sí.

Me fui, porque elijo el autocuidado.

Sí, me marché sin permitir reiteradas últimas escenas.

Sí, me elegí a mí y estoy orgullosa de ello.

Me abrazan las mías, mis apegos elegidos y recíprocos, en el refugio nuestro.

Me fui, me voy, me iré de los lugares y la gente que dificulta el respirar en calma.

Me he marchado.

Me elijo, en digno gesto de justicia para mí misma.