ABRIL 2018

Fuera de lugar

Elvira Hernández Carballido narra una historia anclada a la niñez, donde las emociones -sus protagonistas- enfocan una batalla histórica en la que cuestiona prenociones y moralismos, al tiempo que sugiere un cambio de lugar.

-Yo gritaba una y otra vez.

-¡Fuera de lugar!

-¡Fuera de lugar!

El equipo contrario lo negaba de todas las maneras posibles. Me daba mucha risa su desesperación, sus caras desfiguradas, sus gritos gritones bien incomprensibles. Mario, con el balón en sus manos, lo apretaba muy fuerte contra su pecho mientras suplicaba que le creyeran a él y no a mí. Yo no bajaba la mano, la levantaba alto, alto, como cuando me sé la respuesta de Historia y el grupo me mira indignado porque nadie estudió y yo sí. Estudio mucho pero juego mejor, ya voy en sexto año, pronto entraré a la secundaria.

Era el gol del empate y no, no podía dejar que nuestros archienemigos lograran igualarnos. Juro por diosito santo que Mario estaba adelantado, llegó solito ante mí. Me iba a fusilar sin piedad, porque además me odia. Lo mejor que se me ocurrió fue levantar luego luego la mano, como si yo fuera el abanderado.

El papá de Mario, entrenador de su equipo, ya se quería meter a la cancha pero su esposa lo detenía para que no se fuera a pelear. Mi papá nos pedía calma, a veces me miraba y me pedía guardar silencio. Ja, pero yo gritaba más y más:

-¡Fuera de lugar!

-¡Fuera de lugar!

Por fin, el árbitro levantó su mano como yo. Mario se llevó las manos a la cabeza, se jalaba sus chinos alborotados, no podía creerlo. Mi equipo y yo nos abrazábamos. Seguíamos adelante por un gol.

Mientras me regresaba a la portería, le sonrío a mi papá. Vuelvo a echar salivita a mis manos antes de volver a ponerme los guantes, es de buena suerte. Y ahorita resultó, seguimos ganando.

Me gusta jugar en esta posición. Puedes verlos a todos, rivales y compañeros. Unos bien cochinos se rascan el culo, yo me boto de la risa, creen que no los veo. Desde aquí descubrí que los de la banca, cuando se aburren de ser suplentes por siempre, se van a mear en fila, apostando a ver quién riega más lejos su orina. Nunca les avergüenza sacar su pene. A nadie le gusta que yo diga pene, pero por molestar se los digo uno y otra vez, que "pipi" ni que nada. Hasta el entrenador no puede decir esa palabra, en los tiros de castigo siempre les recuerda que primero deben protegerse "aquellito". Yo les grito: ¡Eh, cubran el ángulo derecho, no sus penes nada más! "Los huevos, los huevos -me grita el entrenador-, es más cortito y menos culero". Me acuerdo cuando mi prima Susy se puso en la nariz el "protector de huevos", como le dicen mis defensas al suspensorio que salvaguarda sus penes. Tarada Susy, pensaba que era una mascarilla de oxígeno. Cuando le describí con lujo de detalles lo que esa cosa tapaba, casi vomitó.

El partido seguía, quedaban diez minutos. Los contrarios se fueron sobre nosotros. Yo desvío a una mano otro metrallazo. Mientras el equipo contrario preparaba su tiro de esquina yo me limpiaba el sudor y los mocos con la manga de mi sudadera. Mario desaprobaba mi acción moviendo su cabeza y haciendo cara de asco, mientras se ponía junto a mí. Yo poco a poco lo empujaba. Le metía fuerte el codo. Sentía sus huesos duros, duros. Hombro con hombro. Me jalaba la mano y yo le torcía un dedo. Me bajaba el brazo, según él con mucha maña. Aparentaba que me iba escupir. Qué menso, no me asustan sus escupitajos. En eso, el balón ya va por los aires, me apoyé en su espalda para brincar más alto que él. Yo pataleaba en el aire, un mar de cabezas me rodeaba. Alguien metió su axila en mi nariz y mi puño dio justo en la barbilla de Mario. Caímos juntos. Rodamos una eternidad. Él me pellizcaba. Yo lo mordí. Olía a sudor, igual que yo. Me dio un puñetazo en el mero ojo. Por supuesto, le torcí el pene. Sin mucha fuerza, nada más para asustarlo, enojarlo, molestarlo y vencerlo. Me gusta ganarle en todo. El silbatazo del réferi logró separarnos. Mario pedía penalti, enseñaba la marca de mi mordida en su muñeca. "Mejor enseña tu pene torcido", le digo con gran burla. Se cubrió de inmediato. "No digas malas palabras", señaló el árbitro. Solamente marcó otro tiro de esquina.

El ojo me dolía pero todavía podía ver bien y atrapé el balón. Mi salto fue más alto que el de Mario. El payaso cayó en el pasto y empezó a fingir que lo había lastimado. Se revolcaba con los ojos cerrados. Yo aproveché su actuación y que le piso su pene torcido. Ahora sí estaba lastimado porque aullaba de dolor. Y yo alzaba las manos como muestra de mi inocencia. Lo veía y lo veía tirado a mis pies, daba vueltas y vueltas. Mientras se revolcaba no podía dejar de ver su playera tan cochina, su cabello empapado de sudor, su forma de apretar la quijada, el lunar que tiene en el cuello, sus pestañotas, su mano que intentaba calmar el dolor de su pene derrotado. Entonces, lo escupí. Yo sé que me odia. El árbitro me expulsó. Alcé los hombros fingiendo que no me importaba. No me importaba. Ganamos, le gané a Mario, que me odie más.

No quiero cambiarme y con el uniforme bien sucio me subo a la camioneta. El entrenador se puso a discutir con mi papá. No entienden por qué soy así. Bajo el cristal para que el aire me dé en la cara. A unos metros, el coche del papá de Mario pasó junto a mí. Mi archienemigo todavía tenía cara de dolor, estaba asomado también en la ventanilla. Mientras se alejaba, escuché su grito:

-¡No era fuera de lugar, no era fuera de lugar! ¡Odio a las niñas que juegan futbol como tú!

NOTA: Este cuento fue originalmente escrito para la revista Letras Raras que lo publicó en su número de abril-mayo 2017, dirigida por E. J.Valdés, Pachuca, Hidalgo, p.18-22.