FEBRERO 2018

Historia de un brevísimo amor

Elvira Hernández Carballido relata la visita a un antiguo amor, recordando detalles de la relación que, confiesa la columnista, es mejor que se mantenga esporádica e imposible.

Quizá algún día visites mi casa, como esa vez que yo visité la tuya. Desde que abriste la puerta descubrí que el orden/desorden de tu casa correspondía al desorden/orden que tú pusiste en mi vida.

Era febrero, un buen pretexto para visitarte. Pese a tu sorpresa, me permitiste pasar, sin resistencia, en son de paz. Fue extraño pisar ese territorio solamente tuyo. Sonreí al descubrir al viejo "Octaviano" en su pecera nueva. Siempre me jurabas que era un "pez suicida". En sus primeros años de vida siempre te lo encontrabas cada mañana agonizando en el piso. Te asustabas tanto, creías que en algún momento podía ocurrirte lo mismo, que te iba a pasar lo mismo pero que a ti nadie te salvaría. Quizá, por eso vine a visitarte.

Como siempre tus libros preferidos estaban por todos lados. Eternamente repetías que los libros más queridos deben andar libres por la casa para tenerlos siempre a la mano. Y ahí estaban, haciendo equilibrio en tu sillón o apilados en un rincón, muy próximos, desordenados, sin cansarse de ser releídos una y otra vez.

Las velas rojas que te regalaron en un fatal intercambio seguían como nuevas. Te deprimía imaginar que si las encendías terminarían por derretirse. La mejor llama, asegurabas, es la de nuestra alma iluminada.

Mientras me preparabas un café, hablabas sin parar, que el clima, que la ciudad tan imposible, que el departamentito te había salido en una ganga. Te escuchaba y no, como siempre. Mis ojos no cesaban su curioso recorrido. ¿Qué guardarás en esos tres cajones?

Me daría tanto gusto que en el primero estuvieran mil 775 poemas, el número exacto de los textos encontrados en un cajón por la hermana de Emily Dickson. Siempre decías que, como ella, eres un poeta secreto. Estaba segura que ahora sí te habías dedicado a escribir y que ahí escondías tus versos tristes, en desorden total, garabateados detrás de una nota de restaurante, al reverso de un largo ticket de compra, en la servilleta con el logo del café donde nos conocimos o en las hojas desprendidas de tu calendario.

Quería que la segunda gaveta se pareciera al ombligo de la "Venus de los cajones" que Dalí inventó para volverla cálida y que al abrirla me topara con tus deseos más honestos y pelarlos como una cebolla para que en cada capa descubriera quién dices que eres, en la otra quién te gustaría ser, en la siguiente quién me gustaría que fueras y luego quién no me gusta que seas, hasta seguir reconstruyéndote a mi conveniencia.

Y en el tercero anhelaba encontrar el plumaje que generosamente había depositado ahí el pájaro del alma, esa ave que según el cuento que me regalaste tiene un cajón para cada sentimiento que poseemos. Imaginaba que así podría palpar tu alegría y echar por la ventana tus miedos. Que tus secretos más profundos se me iban a revelar para quererte así, sin adjetivos ni superlativos.

Tu pregunta interrumpió mi recorrido.
-¿Y a qué se debe esta visita?

Dibujé una sonrisa de complicidad conmigo misma y te mentí. Muy modosita me senté en la orilla de tu sofá cama. Los cobertores arrumbados en el otro sillón delataban que aquí dormías. Sospecho que te refugiabas aquí porque estabas huyendo de tu recámara, tu lecho debía seguir guardando el perfume de los amores que no olvidas, aroma que siempre te provocaba insomnio.

No quería charlar, no quería saber nada de tus desamores, cobardemente te propuse mejor pasar la tarde viendo películas. Hice trampa, puse primero Los Caifanes, para repetir el coro de que ese instante éramos tú y yo, nosotros dos, buscándonos y encontrándonos. Después tarareamos As time goes con la certeza de que un beso sigue siendo un beso... y hasta nos besamos. Justo a la mitad de La rosa púrpura del Cairo, ya retozaba contigo en el piso. De reojo me pareció ver que los personajes de la película nos espiaban con una pícara sonrisa, seguros que esta vez se quedaban de su lado para disfrutar la historia de un brevísimo amor en la vida real.

A media noche celebré lo pésimo que eres para colgar cortinas, fue tan fácil acabar de desprenderlas, enredarnos en ellas y acurrucarnos como buenos cómplices de la vida. Y mientras dormías, yo memorizaba este espacio silencioso, ordenado a tono con tu soledad, desordenado para acentuar nuestras nostalgias.

Abrazada a ti, me gustó haber elegido esta Nochebuena para visitarte, el pretexto fue bueno. Teníamos tantas navidades lejanas, tantos cumpleaños no compartidos. Tu cuerpo tenía el olor de un hogar que conocí y la rutina evaporó. Tu piel se aproximaba al sabor de esos dulces azucarados de Puebla que siempre han sido mis favoritos y que ya nunca me acompañarás a comprar. Seguramente no celebraría contigo el año nuevo, ni otra fecha simbólica más. El amor junto a ti siempre será esporádico, milagrosamente recóndito y afortunadamente imposible, pero no me importa.

No, no me importa porque cada poro de mi piel, cada centímetro de mi cuerpo, cada respiro, cada gemido de placer, cada latido de mi corazón, cada te quiero retenido en mi garganta fueron suficientes para recordarte que nadie merece castigarse por sufrir de mal de amores y contagiarte de una dulce locura que permita olvidar y perdonar, continuar y volverse a arriesgar.

Salí de tu casa oliendo todita a ti, con el alma desordenada como tu vida, con la conciencia ordenada como tu casa. Tuve la certeza de que mientras me alejaba, mil 775 poemas me perseguían y que los movimientos de mis caderas se mecían como si fuera yo una verdadera Venus. El suave aire de la madrugada jugueteaba con una pluma que rozó mis labios mientras a lo lejos creí escuchar el canto gozoso del pájaro del alma.