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Las maestras de mi niñez
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Foto: Brenda Ayala/MujeresNet

Por María del Socorro Martínez C.
Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la FCPyS de la UNAM. Se ha especializado en el cuidado editorial y la difusión cultural, y trabaja como colaboradora independiente para varias casas editoriales.
María del Socorro Martínez C. realiza una retrospectiva para hablar sobre las/os profesoras/es que tuvo en su infancia y de la importancia que tiene la 'calidad humana' de aquellas/os para enseñar. Además aborda la inclusión de la perspectiva de género en la educación básica, escasa en los libros de texto y en la capacitación de docentes.
A las maestras, cuyo actuar deja huellas imborrables,
para bien y para mal, en tantas vidas incipientes.
Hace 45 años cursaba tercero de primaria, era una mocosa, como decían entonces con la mayor naturalidad y sin reparo alguno en las consecuencias bullynianas. En los seis grados de la instrucción primaria, tuve dos maestros y cuatro profesoras. El de Primer año, no lo puedo recordar físicamente ni tampoco su nombre, pero para mí fue un profesor viejito y gruñón. Nunca olvidaré que sin motivo alguno o para disciplinar a la masa infantil y despistada que entrábamos al salón haciendo ruido, sin más, en una ocasión se pescó de mis cabellos sin siquiera mirarme, al tiempo que decía:
-¡Aprisa, a sus lugares!
Me quedé muda y desconcertada sintiendo que todo el grupo me miraba y se reía de la protuberancia de cabello entresacado de mi cola de caballo que aquel desdichado me había ocasionado. Así me quedé, sin poder quitarme la liga para peinarme de nuevo, hasta que mi hermana mayor llegó por mí a la salida de la escuela y me dijo:
-¿Por qué estás tan despeinada?
En ese momento la miré y comencé a llorar al mismo tiempo me oriné como dejando correr río abajo un caudal de emociones. Ese no fue un suceso excepcional, sino común y cotidiano en la conducta del profesorado. El grito, el reglazo, el gisazo, el jalón de pelos y algunas otras reprimendas disciplinarias eran de lo más usual y nadie se inmutaba, excepto quienes las recibíamos y por alguna triste razón guardábamos el suceso en nuestra memoria y para la posteridad de nuestra vida. También tuve al maestro Rubén que en Segundo Grado nos dejó de tarea hacer las partes de una flor sobre una tabla de madera. Realmente me esmeré en mi trabajo y con mucho cuidado fui modelando la raíz, el tallo, las hojas, los pétalos y el pistilo de la flor con plastilina de diferentes colores, pero cometí un grave error ortográfico al omitir la hache para nombrar las hojas, así que el profesor se burló de mí -no de la errata- diciendo ¿acaso las plantas tienen ojos? Por supuesto yo no quise decir eso, pero él insistía que yo había escrito que tenían ojos. Entre más intentaba aclarar que no era ese el sentido de mi enunciado, él se ensañaba más puntualizando que en mi tabla decía ojos, no ojas. Sentí impotencia por el reclamo injusto pues aunque faltara la h, yo jamás habría dicho que las plantas tenían ojos, aunque al día de hoy sería capaz de defender que tienen corazón.
La humillación fue tal que en la actualidad cuando estoy en desacuerdo con mi superior o alguna autoridad de mi trabajo, me da por quitar las h a los textos que estoy trabajando y me percato que estoy muy enojada. Pero no todo fue malo, quizá ese fue uno de mis motores para especializarme en la redacción y el cuidado editorial. También guardo recuerdos gratos de esa etapa y de mis maestras. Lo digo así, en femenino, porque sencillamente no puedo masculinizar el término como se estila para generalizar todavía en la actualidad al personal docente de ambos sexos, a pesar de que ya se ha reconocido y oficializado la incorporación de la perspectiva de género y del lenguaje incluyente en el sector público y por ende, en el educativo, conscientes de su relevancia como herramienta para contrarrestar y, de ser posible, combatir la invisibilización a la que por siglos se condenó a las mujeres con una falsa generalización que en la supuesta inocencia de palabras indefensas pone a los hombres por encima de todo y anula a las mujeres y sus aportes, su trabajo, sus logros y su presencia misma en la mayor parte de los ámbitos de la vida. Hay que analizar el discurso, las palabras y explorar lo que denotan para darse cuenta que no es suficiente aplicar términos genéricos para ambos sexos que a final de cuentas tampoco ocurre, pues el masculino se ha impuesto descaradamente por tanto tiempo que lo introyectamos como natural, lógico y comprensible, incluso en un sector donde han predominado las mujeres.
Hasta hace muy poco tiempo estábamos acostumbradas a leer en los libros de texto: "La aparición del hombre", la evolución del "hombre", no de la humanidad. El hombre primitivo, la civilización del hombre o el hombre cuando llegó a la Luna para referirse a las conquistas que ha logrado la humanidad. Pero el problema no se queda en eso, al leer los libros de texto con la mirada incluyente podemos apreciar el efecto demoledor de las palabras en nuestra interpretación de la vida y de los sucesos. ¿Acaso un estudiante de primaria podría inferir que en la prehistoria existieron mujeres o más bien creería que sólo existieron hombres. ¡Por supuesto! Con todo y que la biología nos aclara que todo habitante de la Tierra proviene de un óvulo fecundado por un espermatozoide, es decir, que no puede haber hombres sin mujeres y viceversa, resulta que esta obviedad se pierde al grado que en los libros leemos este saber como un acertijo que hay que escudriñar. Recuerdo aquella pregunta capciosa que aparecía en un libro de Sexto: ¿De qué sexo era el fósil homínido más antiguo que se ha encontrado y que fue bautizado con el nombre de Lucy? Ante semejante interrogante, nos martillábamos la cabeza tratando de recordar alguna lectura sobre la sexualidad del homo sapiens y acerca de los genitales de un fósil momificado por siglos, hasta que el sesudo maestro nos restregaba el nombre de Lucy en la cara y caíamos en la cuenta de cuán olvidado teníamos al sexo femenino en la historia. Es que lo que no se ve, no existe.
En los libros de Educación Básica leímos y ahora el estudiantado sigue leyendo que en la prehistoria los humanos sobrevivieron como cazadores, recolectores de frutos hasta que se volvieron agricultores y nos imaginamos hombres fornidos y toscos lanzando flechas sobre mamuts o pescando peces y cavando cuevas sin suponer que entre ellos estaban mujeres haciendo lo mismo por instinto y porque la necesidad así lo exigía para encarar todo lo que la intemperie les imponía. Pero las ilustraciones escolares tampoco ayudan mucho a percibirlo. Luego supimos de los primeros pobladores de los continentes, cuando el "hombre" se vuelve sedentario y agricultor, más adelante guerrero y conquistador, formador de imperios, impulsor del comercio y la cultura. Una se pregunta: ¿Y las mujeres qué hacen en todo ese tiempo? Ah, pues reproducirse, amamantar, criar a sus vástagos, custodiar la colecta, cocinar, pero seguramente que también cazar, recolectar, sembrar, pescar, intercambiar productos y crear nuevas formas de vida, sólo que eso no resulta explícito sino implícito en los libros. ¿Por qué? Las razones ya se han documentado muchas sociológica y antropológicamente. No obstante, la reflexión actual es ¿Por qué razón eso no se ha corregido al menos en los libros de Educación Básica? ¿Por qué no ha sido suficiente argumento los análisis y postulados de décadas y décadas de lucha -al menos las cuatro más recientes, visibles y documentadas- para reconocer el quehacer de las mujeres. Podemos decir que ya se ha confirmado esta desigualdad y todos -incluyendo al Estado y sus instituciones- abogan por construir la igualdad de derechos para ambos sexos, ya asentada en leyes, planes y programas de Gobierno, amén de las conciencias de intelectuales y luchadoras sociales que admiten este rezago y pugnan por revertirlo en sectores como el educativo y científico; pero en la práctica, la equidad de género y el lenguaje incluyente siguen siendo una asignatura pendiente entre las personas que integran las instituciones de educación y las hacedoras de libros en las empresas editoriales, quienes lo siguen omitiendo, ellas no han comprendido la relevancia de la perspectiva de género en lo que hacen y la ven como una puntada foxiana, innecesaria, reiterativa y poco práctica en el lenguaje de los libros educativos. Basta hojear cualquiera de los textos de preescolar, primaria y secundaria tanto pública como privada para encontrar muestras de este rezago en sus contenidos, el lenguaje empleado y las imágenes que ilustran las lecciones.
Sumemos a ello la precaria capacitación y actualización de las y los profesionales normalistas que con todo y título y escalafones no garantizan un nivel formativo digno de transmitir a sus alumnos. No digo que no haya excepciones ni docentes de excelencia con verdadera vocación profesional sino que prevalece lo contrario, incluso en aquellos con larga trayectoria docente que producen el acervo al que tienen acceso millones de estudiantes en sus primeras etapas de formación intelectual.
El balance es decepcionante -al menos por lo que me ha tocado apreciar-. Si a eso le sumamos el background que cada individuo arrastramos de nuestra propia historia familiar y las secuelas emocionales que ésta nos deja. El trabajo emocional y la calidad humana del profesorado es por lo regular una apuesta al vacío de buena voluntad que la academia no alcanza a garantizar. Si en el pasado esos parámetros no estuvieron considerados ni tampoco en la actualidad pese al deterioro social generalizado por la violencia, la desintegración familiar, la corrupción, la falta de vocación, la baja remuneración y la mala reputación del gremio magisterial por sus mafias y líderes corruptos, me pregunto si acaso hoy no es más necesaria la inteligencia emocional que antaño y creo que la respuesta es sí.
En mi infancia, recuerdo a una maestra jovencita y muy bonita que se llamaba Delina de Lourdes. Era muy pulcra, impecable en su cuidado personal y de buen trato con sus alumnos. De ella guardamos un buen recuerdo, agradable y simpático porque el repartidor de Marinela nos regalaba pastelitos para quedar bien con ella, pues seguramente le gustaba mucho y era su manera de cortejarla. Recuerdo asimismo a la maestra Pilar de Sexto grado y otras de la Secundaria. La maestra Angélica de Geografía, la maestra Cristina Morfeau de Biología y tantas otras en su mayoría mujeres, de las cuales guardo un sentimiento de agradecimiento a partir de sus lecciones y su manera de actuar. De ninguna supe nada de su vida personal, pero las vi esmerarse por enseñar, guiar y encauzar a sus alumnos aunque a veces pudieran ser estrictas. Hoy no veo esa disposición, tal vez porque también ha mermado la dignidad de la profesión y con ella, el goce de ejercerla. Muchos quizá habrán perdido su misticismo de seres portadores del saber, guías que todo lo resuelven, orientadoras.
En esa retrospectiva de cuatro décadas atrás, lanzo otra mirada a las maestras de mi niñez, pero no a las que conocí en la escuela, sino a las que tuve como vecinas, las que vivían en el mismo edificio de mi infancia, que eran madres de mis amiguitas, esas que veía a diario salir a trabajar y regresar, que conocí por múltiples sucesos a lo largo de los años con sus familias. De hecho casi nadie se fue de allí y sólo la muerte las fue sacando de su departamentito, lo cual no deja de ser otro indicador antropológico de la condición magisterial. Tan sólo en el pequeño edificio de la Unidad Tlatelolco en el que pasé mi infancia y juventud vivían cuatro maestras de Educación Básica ¡Ah, la maestra Paty!, nunca supe en qué escuela trabajó. Fue la primera que murió después de una larga invalidez de su marido deteriorado por una embolia. Ella era una mujer muy conservadora y cuidadosa de su imagen, se reía sin gesticular para no producirse arrugas, quizá nunca supo lo saludable que es reír a carcajadas y los tantísimos músculos que ponemos a ejercitar con ello; A un lado, vivía la maestra Eloísa, ella daba clases en una escuela que le quedaba lejísimo, tampoco supe cuál, pero también era una primaria pública. Fue una mujer enferma, diabética sin descanso con su casa invadida por los nietos y unos hijos paracaidistas que llegaron y se apropiaban de su espacio por largas temporadas, de modo que su casa nunca fue de ella porque su marido era un machista mandón que siempre tuvo a sus hermanas como una sombra custodiando a su mujer.
Justo arriba de ella vivió la maestra Agueda, una mujer violenta, abusiva y vulgar con una vida escabrosa, golpeadora de sus hijos y sus trabajadoras domésticas, que ocultaba en secreto al verdadero padre de su hija, y vivía una relación tortuosa con su hijo homosexual y esquizofrénico. No la pasó nada bien en sus últimos años agotada por una artritis reumatoide que la ató a un bastón y andadera hasta su muerte. En el último piso la maestra Ma. Eugenia, tuvo dos hijos con un destino triste. Uno, que desde que yo era adolescente, se debatía con el problema de las drogas y la vagancia; la otra, se rumoraba que había caído en la prostitución, porque se ausentaba por temporadas, era bonita y coqueta. Un día volvió con una hija y se quedó a vivir con su madre, pero los pleitos no faltaron y con todo lo inimaginable hasta el tope, se aventó del quinto piso y cayó justo cuando iba saliendo mi madre que vive en la planta baja. Yo lo recuerdo bien, porque todas las vecinas corrieron a llamar a la ambulancia y hasta una se fue con ella, mientras la maestra Ma. Eugenia bajaba las escaleras hipnotizada y parsimoniosamente en un estado de shock que seguro la bloqueó. Mentalmente no estaba bien, pues cuando éramos niños, varias veces hizo locuras: nos encerró en la azotea y nos echaba agua; un día como poseída por uno de sus fantasmas y con un cuchillo en mano, me dijo que fuera a ver a mi madre al manicomio, que la visitara, me conminó con su cuchillo como si le estuviera hablando a otra persona. Con todo y eso, ella pasaba todas las mañanas del año, a cargo de niños que seguramente la admiraban o temían. Cuando su hija volvió a casa con el rostro deformado por la caída, creí que no lo iba a soportar y ahora sí se suicidaría, pero no, hizo algo peor: una mañana disparó a quemarropa a su madre, a la maestra Ma. Eugenia, allí en su propio departamento y se puso a fumar mientras venían las autoridades por ella. Cuando se la llevaron detenida sólo decía que su madre era la loca, no ella y tenía razón, si no la razón que a las dos les faltaba, sí decía la verdad.
Por eso cuando escucho que ocupamos el penúltimo lugar en rendimiento escolar y comprensión de la lectura; que los maestros ganan una miseria, que las maniobras del SNTE y de la CNTE comprendo perfectamente las estadísticas.
Mientras proliferan maestros y maestras que escriben con mala ortografía y tienen nulo interés en la lectura, me asusta pensar en ese mundito de profesoras de mi infancia y lo potencializo a todo el país.
A 40 años de distancia, todavía es inimaginable evaluar la salud mental del personal docente de preescolar y educación básica, exigirles un trabajo psicológico es apenas una tímida propuesta, deseable y hasta utópica.