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Las feministas, ¿estamos enojadas? (Segunda parte)





Por Raquel Ramírez Salgado
Feminista, con Maestría en Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

La columnista nos expresa lo difícil e injusto que resulta para las mujeres vivir con el temor de ser violadas, a través de anécdotas en las que comparte su opinión e indignación sobre la violencia de género, la cual genera, como ella lo menciona, 'dolor, sufrimiento y mucha más miseria humana'.

Segunda Parte

Luego del Encuentro Nacional Feminista en Guadalajara viajé a Oaxaca. Como muchas personas, esta ciudad es una de mis favoritas, por sus sabores, colores y olores. Una tarde caminaba con tres amigas por el centro, nos detuvimos a platicar afuera del hotel donde me hospedaba y minutos después un hombre se paró a un costado y comenzó a vernos de manera lasciva; yo reaccioné y le pregunté si tenía algún problema con nosotras, él, cínicamente, respondió que ninguno, que "la vista es muy natural". Evidentemente, esta persona continuó acosándonos y entonces, harta, enojada, amenacé con llamar a la policía y, de nuevo, el cinismo: "haz lo que quieras, no me moveré". ¿Qué podemos hacer las mujeres al ser agredidas? ¿Cómo enfrentar el hartazgo y la injusticia? Reconozco que enfrenté esta acción patriarcal con otra acción patriarcal, con insultos para el agresor. Creo que mi enojo y lenguaje corporal fue lo que finalmente provocó que se alejara; tal vez no esperaba que me enfureciera tanto y me vio muy decidida a actuar, a defenderme.

Una mujer mayor observaba la escena, sinceramente divertida, riendo, me dijo, "qué buen susto le metiste, pero (cambió su expresión), debes tener cuidado, no eres de aquí y él puede regresar a buscarte y hacerte algo; yo tengo a mi marido para que me cuide, pero aquí tú no tienes a nadie". No juzgué sus palabras, al contrario, las tomé con gratitud, dimensionando su condición, posición y situación de género, aunque con la convicción de que todas las mujeres tenemos derecho a una vida libre de violencia y que nadie debe lastimarnos.

Después de despedir a mis amigas, tuve ganas de recorrer el centro, de ir hacia Santo Domingo. Un grupo de mujeres caminaba lentamente sobre la acera y como soy defeña impaciente, tomé el arroyo vehicular, ya que ningún carro pasaba por ahí. Dos policías armados iban delante de mí, uno de ellos volteó y me observó detenidamente, y volvió a mirar al frente. Justo cuando pasé junto a ellos, el policía que previamente me miró volteó para verme a los ojos y, sin titubear, colocó su mano en la pistola que cargaba en su cinturón y continuó mirándome. ¿Por qué? ¿Por qué consideró que era peligrosa? ¿Por qué la intimidación, el abuso de poder? Regresé a mi hotel, no quise caminar más. No dejaba de pensar que minutos antes advertí al otro agresor que llamaría a la policía, sin embargo, ¿la policía en verdad me protegería?

Hace unos días hablaba con un amigo acerca de lo detestable y miserable que es vivir con el temor de ser violada. Cada vez que abordo un taxi, repaso el plan de emergencia en caso de ser acosada sexualmente; lo primero es observar al conductor, y si bien no puedes determinar sus intenciones a partir de su apariencia, se trata de hallar algún indicio de mala señal. Luego viene la revisión del tarjetón, de las pruebas falibles de que los papeles "están en orden"; finalmente, vigilar sus movimientos, miradas y discurso. Una vez tomé un taxi en Pachuca; el conductor me veía insistentemente por el retrovisor, y entonces "se decidió" a preguntarme "esa cosa que traes en la boca (un piercing), ¿no te lastima cada vez que le das besos a tu novio?", al instante, sentí como si la sangre me hirviera y subiera por todo el cuerpo, tuve mucho miedo y experimenté ira, pero me armé de valor y contesté que esa era una pregunta totalmente inadecuada, por lo que me bajaría en la siguiente esquina. Pagué el monto y azoté la puerta. Más confesiones de mi parte: ese día tenía ganas de golpear al agresor, y al mismo tiempo, de llorar.

Al igual que millones de mujeres en el mundo, de diversos tiempos, sociedades y culturas, tengo decenas de "anécdotas" de cómo he sido agredida física, psicológica y sexualmente en las calles, el trabajo, la escuela y hasta en mi propia casa, lo cual da muestra clara de que la violencia de género contra las mujeres es una constante, que debemos abrir los ojos y entender que ésta genera dolor, sufrimiento y mucha más miseria humana.

Por eso, en mi ser se conjuga, como ya dije, el cansancio, hartazgo, miedo, confusión y también ENOJO. ¿Las feministas estamos enojadas? Al menos, yo sí, porque a diario leo que mujeres y niñas son discriminadas, torturadas, desaparecidas y asesinadas; estoy enojada porque el Estado mexicano ha declarado la guerra a las ciudadanas y no hace nada para garantizar nuestra seguridad, libertad y nuestra vida. Estoy enojada porque aún la mayor parte de los hombres han decidido no renunciar a sus privilegios de género y creen firmemente que tienen derecho a lastimarnos. No quiero hacer apología alguna de la violencia contra mujeres y niñas, solo quiero expresar mi indignación. Tampoco usaré un pseudo discurso de paz, políticamente correcto para quedar bien, ya que, en efecto, el enojo y la ira son sentimientos legítimos, que pueden y deben ser el comienzo de la organización y acción social, solo se trata de no estar enojadas eternamente, sino de aprender a transformar y a construir condiciones de vida dignas, incluso para los agresores, debido a que, en efecto, el feminismo apuesta por la justicia y la felicidad para todas las personas. En Guadalajara compré un póster que contiene la siguiente frase, la cual, sintetiza con elocuencia todo lo que acabo de comentar: "Defender la alegría, organizar la rabia".









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