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Twitter: @contreras_nadia

Foto: Brenda Ayala/MujeresNet

Por Nadia Contreras
Escritora. Mención en el Premio Nacional de Poesía "Elías Nandino", 2001; Premio Estatal de la Juventud, Colima, 2002; Premio de Poesía Instituto Mexicano de la Juventud, 2003; Premio de Publicación Editorial, convocado por la Dirección de Cultura de Torreón, en 2006, 2008; Premio de poesía "Timón de oro" convocado por la Secretaría de Marina y la Escuela Naval Militar de México y Ganadora del Primer concurso de narrativa "Salvador Márquez Gileta", Universidad de Colima, 2011. Autora de poesía Retratos de mujeres (SCC, 1999), Mar de cañaverales (La luciérnaga, 2000), Lo que queda de mí (FETA, 2003), Figuraciones (Paraíso Perdido, 2005), Poemas con sol (La Fragua , 2006), Cuando el cielo se derrumbe (El tucán de Virginia, 2007) Presencias (Mantis editores, 2008); El andar y sus ventanas (2012) y de crítica literaria: Pulso de la memoria (Universidad de Colima, 2009).

La autora nos presenta tres relatos que se desarrollan en diferentes sitios, nos trasporta y nos hace sentir cada situación como propia.

1. Elogios

Hay que estar demasiado solo para elogiarse. O demasiado triste o completamente desquiciado. Hombres o mujeres que dan la impresión de vivir de pie todos los días y que de la nada perturban la vida de las personas, vida muchas veces desagradable. El hombre (en esta ocasión hablamos de un hombre) se elogia como quien toma una escoba y de pronto, recuerdo una frase de Fadanelli, le brotan aureolas doradas sobre la cabeza. El hombre, el desquiciado, como lo llamaremos de aquí en adelante, se siente superior a las personas que no limpian y en la superioridad arman el escándalo, las payasas del escándalo. La ignorancia le brota de la cabeza, de las manos. La inestabilidad. El desquiciado no imagina cómo la voz se le disminuye y cómo, sobre su figura, cae un velo gris. En el poder de observación que dice tener, se erige antropólogo, doctor, filósofo, poeta y las cosas (sus ojos siguen el brillo de la fantasía) giran con su única presencia. Mira hacia la izquierda, hacia la derecha y su propia imagen lo pone nervioso. Siento lástima por el desquiciado, el horriblemente solo, el hazmerreír que dirigió un país acostumbrado a la oscuridad. El desquiciado nunca llega a nada. En el autoelogio, se desliza entre calles sin rumbo. Por más que hable frente a cámaras y micrófonos, camina sin recibir señal alguna; se hunde en su propio fracaso. Aunque abra los ojos y agite los brazos (gritar es en vano), no encuentra el faro que lo devuelva a la tierra.

2. La costumbre del sismo

Sólo la tierra sabe verdaderamente por qué se estremece. Infinidad de estudios justifican el suceso, sin embargo, para muchos (me incluyo en ellos) sigue siendo un misterio. Quienes nacimos en una región sísmica, conocemos de manera perfecta, lo que es sentir bajo nuestros pies, un movimiento telúrico. Y aún, cuando se vive en una región totalmente ajena, queda la costumbre de levantarse a la mínima sensación de convulsión. El cerebro y el cuerpo fueron programados para actuar de manera automática y llevar los pies al ras del suelo (levantar un pie y luego el otro, te deja en el mismo lugar). Movimiento oscilatorio o trepidatorio, su intensidad determina el lugar para resistir: bajo la mesa, un escritorio, el patio de la casa. Hay quien dice que los lugares menos vulnerables, son las escaleras o las dalas, esas barras horizontales de concreto con estructura interna de acero reforzado que, junto con los castillos, sostienen las construcciones. Son muchas las formas de resistir: de pie o de rodillas como mi madre, en medio de cualquier parte, con los brazos al cielo e invocando a un dios que pocas veces escucha. Hay quien no resiste. Compañeras de la escuela y del trabajo caían fulminadas en brazos o en la tierra misma. Caían casas, recintos antiguos, la vida quedaba en escombros. Lo que aprendí del sismo (no de la muerte), lo tuve que desechar en la ciudad lejana. La mínima vibración me pone alerta, sí. Pienso, sin embargo, que estoy en un lugar donde los sismos son apenas noticia cuando se abre un periódico o se enciende el televisor.

3. Librerías

No hay lugar más tranquilo que una librería. En el parque, es fácil encontrarse con uno mismo y con ese sentimiento que desde siempre nos une a la naturaleza. Retornar a la tranquilidad de la que sin darnos cuenta, fuimos arrancados. En una librería, en cambio, más allá del diálogo íntimo, es una conversación de infinitas voces. Imposible avanzar por los pasillos y no tomar los libros, romper la cubierta de plástico, y detenerse en algún párrafo de Bowles, en un poema de Juarroz o simplemente en el texto irrepetible de quien por primera vez nos cautiva. Se cruzan o entrecruzan voces como también vidas, sus vicisitudes. Es así como me alejo de la tristeza, del sonido ensordecedor de la rutina, de la música confusa que es el mundo. Tomo el boulevard que me lleva de manera directa y una vez que escapo del tráfico de las dos de la tarde o de las siete, me interno en la librería o mejor dicho, me sumerjo. Porque ahora que lo pienso, una librería, no es otra cosa que una alberca. En el fondo azul y luminoso, se entrecruzan no sólo voces, si no sensaciones que van desde el cabello, el pelo, la cara, el dorso, los pies. La respiración suficiente, el movimiento sincronizado de brazos y piernas. La librería como una alberca o como el mar. Entre un pasillo y otro, tomando un libro aquí, otro allá, vivir la distancia eterna de toda esa agua. Y una vez que se ha salido a flote (¿hay posibilidades de salir a flote cuando ha sido tocada el alma, su esencia?), mirar el sol o la noche de rastros tibios.






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