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Frases Feministas
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Casa tomada


Twitter: @contreras_nadia

Foto: Brenda Ayala/MujeresNet

Por Nadia Contreras
Escritora. Mención en el Premio Nacional de Poesía "Elías Nandino", 2001; Premio Estatal de la Juventud, Colima, 2002; Premio de Poesía Instituto Mexicano de la Juventud, 2003; Premio de Publicación Editorial, convocado por la Dirección de Cultura de Torreón, en 2006, 2008; Premio de poesía "Timón de oro" convocado por la Secretaría de Marina y la Escuela Naval Militar de México y Ganadora del Primer concurso de narrativa "Salvador Márquez Gileta", Universidad de Colima, 2011. Autora de poesía Retratos de mujeres (SCC, 1999), Mar de cañaverales (La luciérnaga, 2000), Lo que queda de mí (FETA, 2003), Figuraciones (Paraíso Perdido, 2005), Poemas con sol (La Fragua , 2006), Cuando el cielo se derrumbe (El tucán de Virginia, 2007) Presencias (Mantis editores, 2008); El andar y sus ventanas (2012) y de crítica literaria: Pulso de la memoria (Universidad de Colima, 2009).

Con motivo del centenario del natalicio de Julio Cortázar, Nadia Contreras retoma el cuento 'Casa tomada' para hacer una comparación con la del escritor argentino y una remembranza de la vivienda que habitó durante su infancia, la cual fue vendida por la crisis de 1982 en México.

"Casa tomada", cuento de Julio Cortázar (1914-1984) me recuerda la casa de mi infancia. Es por eso, que en los cien años de su natalicio, colgué en mi página el cuento como homenaje. La casa de la que hablo es como la que se describe: "...aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia". La casa, se situaba a un costado del ingenio azucarero. Vivimos ahí. Luego, en la casa de la colonia y en la del barrio "La cebada".

Tenía alrededor de seis o siete años y los fines de semana los pasaba en aquel inmueble en el que vivían mis tías (ambas, hermanas de mi papá). Ellas, la heredaron de sus antepasados y en un principio vivimos todos juntos hasta que mi padre decidió emprender otro camino. La casa era de aquellas antiguas: pasillos largos, techos altos, habitaciones amplias y ventiladas y un jardín que la tía Adela mantenía bajo la escalera del segundo piso. La cocina, al fondo de toda la construcción, se dividía en dos: una parte correspondía a la estufa, la alacena y el comedor; y la otra, a la pequeña bodega donde se hacían quesos y otros derivados de la leche. En el jardín, Adela (a ambas las llamaba por su nombre) invertía tiempo y esfuerzo. Quizá mi gusto por las plantas y los árboles viene de esa época y de la época, también, cuando mi padre se dedicó a cuidar aquella huerta de árboles frutales.

De un día para otro, ellos tomaron la casa. No la dejamos, no cerramos la puerta como los personajes de Cortázar y tampoco tiramos la llave por la alcantarilla "...no fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada". Muchos años me negué a hablar de todo esto, suelo buscar y encontrar una explicación racional para las cosas de este mundo y del otro. No le permito desvíos a la mente. A lo inaudito lo meto enseguida en el cajón del entendimiento. Hay, no obstante, un momento en que la mente se abre y se interna en el pasado donde aquella niña vuelve a la casa. Ellos la tomaron, pero como buenos inquilinos, permitieron (otra diferencia con el cuento) que continuáramos con el ritmo de nuestras vidas. Se acercaban, uno podía sentir aquel cuerpo invisible; te jalaban el cabello o te tocaban con una mano muy fría. Adela y Teresa hablaban bajito sobre lo ocurrido, no sé si para evitarme el susto o para que la situación no traspasara las paredes, el portón negro de la entrada principal.

Yo misma presencié algunos episodios; uno de ellos me impresionó: mirábamos un programa de televisión (el aparato sólo proyectaba imágenes en blanco y negro) y la mesilla de centro se desplazó varios metros. Solía poner allí un vaso con leche, pero esa vez, el vaso había quedado vacío en la cocina. La mano invisible jaló la mesilla y la dejó en el umbral que conducía al cuarto de la máquina de coser.

Luego, ellos, se acostumbraron a dormir en nuestras camas. Teresa decía que era una pareja de revolucionarios; el pueblo y particularmente esa casa, sirvió de hospital en la guerra cristera. Para Teresa eran un hombre y una mujer: a ella se le podía sentir en la cocina; a él, en la habitación del televisor, o sentado en uno de los equipales de la sala. Dormían al lado de uno, el colchón se hundía del lado derecho y del izquierdo.

La casa se vendió por la crisis que vivió el país allá por 1982. La vida cambió para muchas familias y Adela y Teresa no fueron la excepción. Mi padre les propuso vender la casa y así fue. Ellas vivieron en la casa de la colonia y nosotros en la de "La cebada". La venta incluyó a los ocupantes de la casa porque no supimos más de ellos. En el cuento de Cortázar, sus protagonistas abandonan la casa y no se sabe si los ocupantes se fueron detrás de éstos. Según las últimas líneas, ellos se quedaron ahí, sin más remedio. Queda la duda. En nuestro caso todo terminó: nadie revolvió las camas, escondió los frascos de las medicinas, jaló la trenza de Adela o el brazo de Teresa. Ya nadie alteró el orden de los cubiertos y la cristalería.






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