2018 Columnas Edición Septiembre'18 Lucía Rivadeneyra 

Septiembre telúrico, el caos organizado

Por Lucía Rivadeneyra


En este mes del año en que históricamente ha habido más sismos con trágicas consecuencias, la columnista comparte sus recuerdos de cada uno y cómo se evidencia lo mejor y lo peor de las instituciones y las personas.



Cada quien tiene su sismo o sus sismos… repites. Hoy en día, la experiencia inicial, el primer movimiento nunca será un buen recuerdo porque es la incertidumbre absoluta, invadida de miedo o de pánico. Lo sabes y te aterra. Aunque en tu primera experiencia, en julio de 1957, mientras el Ángel de la Independencia “volaba”, tú te mecías en el vientre de tu madre, en Michoacán.

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Cuando revives el 19 de septiembre de 1985 sientes un apretón en la boca del estómago. Rememoras el ruido y el no poderte mantener en pie, aunque sostienes la mano de tu madre y de tu hermana y a pesar de intentar apoyarte en la cama. Fue ir de la cotidianidad de un amanecer un jueves y, en cuatro minutos, pasar del asombro al temor y luego a la conmoción, por un movimiento inédito en  su fuerza. Sí, el ruido que genera un sismo de 8.1 grados Richter colaboró al estremecimiento. Después, comenzar a entender la magnitud. Ubicar a la familia. No existía internet ni telefonía celular ni ninguna de sus variantes. Insólitamente en la casa de tus padres siempre funcionó el teléfono. La memoria te dice que de la gente cercana a ti, la peor experiencia fue la de tu hermano: el temblor lo vivió en el metro, adentro del vagón y en el túnel. Reconstruyes la memoria: la organización vecinal, la comida caliente, las donaciones de bolillos, refrescos, latas, tortillas, ropa… En todos los lugares en donde tus vecinos y tú solicitaban apoyo había respuesta y eso, a pesar de todo, levantaba el ánimo. Salir a la calle, durante días enteros, explicó de alguna manera la tragedia. Imposible olvidar que el 20 de septiembre de 1985 fuiste a dejar tu nombre y teléfono a la Delegación con el deseo de ayudar. “Nosotros le hablamos”, te dijeron. Sigues esperando la llamada.

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El 7 de septiembre de 2017 mientras escuchabas la alerta sísmica, te  dio tiempo de salir de la cama, ponerte pantuflas, tomar el celular, el cargador, la bolsa, un suéter; encontrarte con todos los vecinos en pijama y esperar el temblor que, cuando empezó, no tuvo duda de manifestarse insolente y muy, muy largo. “No para, no para”, susurrabas. Luces inexplicables casi aterradoras en el cielo. Minutos después con estupor te enteras: 8.2 grados, Juchitán, Oaxaca deshecho y zonas aledañas ídem. Una forma de horror. Durante días las noticias no paran. Se pide y se brinda apoyo. Imágenes terribles se suceden sin parar una tras otra. La pobreza queda exhibida una vez más por un fenómeno natural. La solidaridad, también.

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Treinta y dos años después, el 19 de septiembre de 2017, sí el 19 de septiembre, creíste que una llanta se te había ponchado. El auto se fue de lado un par de veces. Luego de mil años escuchaste la alerta por la radio. El simulacro se había realizado hacía poco más de dos horas y participaste. Ahora no entendías qué pasaba, hasta que un par de autos más se detuvieron y dos jóvenes se bajaron a tomar fotos y videos de los postes que se movían. A tu alrededor había pocas construcciones. Decidiste no regresar al trabajo e ir a casa (quién sabe por qué). Conforme avanzabas, fue la radio quien te dio la idea de lo que había ocurrido y de lo que estaba pasando, temblor de 7.1, epicentro en Morelos. Imposible comunicarse con nadie. En algún instante, ya muy cerca de tu hogar, entraron quién sabe cuántos mensajes de tu hijo: “¿Dónde estás!”. Ya has oído que la zona donde vives quedó devastada. Tiemblas. La adrenalina te maneja y manda avisos al cerebro: “Tranquilidad, serenidad, pero muévete”. Ves tu edificio. Está en pie. Entras a casa. El panorama no es grato. Miras las grietas de las paredes. No logras valorar el daño (luego aprendiste que no eran grietas sino fisuras en acabados). Se cayó el colegio Rébsamen dice tu hijo. Te da pavor que vaya, pero cuando grita “¡hay niños!”, contestas “voy contigo”. Casi 30 horas sin luz. Solidaridad y organización vecinal. Debes esperar a Protección Civil y ayudar en lo que se pueda. Tienes que cancelar tu participación en un Encuentro de escritores, en Chiapas. Durante varios días y noches, llega tu hijo de las brigadas, rendido y lleno de polvo y cólera. Están presentes, también, la lluvia, el coraje, la desesperación, la impotencia, la esperanza…

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Hay lugares que duelen, repites al llegar a lo que queda del colegio Rébsamen, a unas cuatro cuadras de tu casa. Hoy, 19 de septiembre de 2018 no hay gritos desesperados de madres y padres que taladraban tus oídos y los de cualquiera; no hay rostros demudados ni puestos de socorro improvisados ni carros del súper llenos de concreto ni ambulancias de la Marina. No hay cientos de botellas de agua en el camellón ni caos organizado. No hay polvo ni sirenas de ambulancias. Sólo hay toneladas de rabia en todos los presentes, una misa en plena calle; hay llantos a las 13:14 y al escuchar la alerta sísmica a las 13:16. Hay flores y reclamos en carteles. Hay madres y padres huérfanos, vecinos, periodistas y decenas de personas indignadas por la corrupción y la impunidad que una vez más, este 19 de septiembre, caminan ufanas. Sin embargo, hay ciudadanos en pie de lucha.

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Incorporas en tu memoria un dato más: el 19 de septiembre de 2018 no se fue en blanco: tembló en Guerrero, 4.3 grados escala Richter.



 

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