2018 Artículos Edición Agosto'18 María Esther Espinosa Calderón 

El honor de llamarse Ángela

Foto: Dulce Miranda/MujeresNet

Por María Esther Espinosa Calderón

 


Cuidadora de personas de la tercera edad, se ha distinguido por su entusiasmo, entrega y amor a quienes están a su cargo. Sin embargo, nos relata la autora, a Angelita le entristece el abandono en que viven por parte de sus familiares.



El 28 de agosto, Día del Abuelo/a, para muchas personas adultas mayores pasará desapercibido, no así para quienes viven en la casa de retiro donde trabaja Ángela, ahí celebrarán con un helado o llevarán a alguien quien las entretenga con chistes o juegos, pero para algunas no tiene importancia ni lo disfrutarán, su mente ya se encuentra en otra parte. Sus familiares tampoco irán a saludarlas porque no pueden faltar a su trabajo o dejar solo su negocio. Otras pasarán el día solas en su casa, por ahí recibirán la llamada de algún o alguna nieta que se haya acordado que es su festejo. Algunas más en la calle pidiendo limosna o trabajando a pesar del dolor del peso de los años en sus espaldas, o empacando víveres en los supermercados.

Ángela le hace honor a su nombre, la quieren y todas desearían que les tocara estar bajo su protección y cuidado. Yo la conocí porque Bertita corrió con suerte de que ella estuviera a su lado. Me sorprendió el cariño y dedicación con que la atendía, sabiendo lo vanidosa que era mi amiga, le combinaba la ropa que le iba a poner, le rociaba perfume, le acercaba los libros que estaba leyendo, platicaba con ella. Siempre atenta a lo que le hiciera falta. Su trato era igual estando Bertita sola, o cuando llegábamos de sorpresa. El tiempo que le correspondía estar con ella siempre fue de calidad.

Así con sus otros «abuelitos» como ella les dice, nunca una mala cara, motivo por el cual la quieren y la siguen. Tiene a su cargo a nueve ancianos y ancianas, muchos para atenderlos en un solo día, pero así es el trabajo. En cuanto la ven llegar se alegran. Por lo mismo pesado de sus labores, un día trabaja y otro descansa. Cuando descansa se le extraña. Sube, baja, corre, no desatiende a nadie. Bertita la adoraba y sentía su ausencia el día que no estaba con ella.

Angelita, como le dicen de cariño, recuerda que desde los trece años empezó a trabajar, para ayudar en su casa. Cuando tuvo dinero se compró un triciclo, se fue al tianguis a vender tacos de canasta, gelatinas, congeladas y todo lo que se le ocurría. También estuvo en un taller de costura. Después de que se casó, siguió trabajando y más todavía cuando el marido se fue por cigarros y no regresó.

Su vida no ha sido fácil, pero eso no ha sido motivo para vivir amargada. Es tierna, de buen corazón, lo que le regalan los familiares de los residentes, ella lo comparte con «los abuelitos» de un asilo cerca de su casa el cual no tiene las condiciones de donde labora, que es para personas de altos recursos.

«Con un hijo y sola tenía que ver la forma de sacarlo adelante». Después se volvió a casar y tuvo a su segundo hijo, al quedar viuda, tenía que trabajar lo doble. El día que descansa se dedica a vender cosas o a hacer los pedidos de gelatinas que tiene. «Mi trabajo es muy pesado, porque es levantar a los ‘abuelitos’, bañarlos, vestirlos, cambiarles el pañal a los que ya no pueden hacerlo por sí solos, después subir y bajar por cada uno de ellos y llevarlos al comedor para que desayunen, lo mismo a la hora de la comida y la cena y estar atenta para que les lleven sus alimentos a su habitación a los que no pueden salir».

Señala que de repente a «algunos se les bota la canica y tratan de pegarme, o no se dejan bañar y me mojan o simplemente como niños chiquitos hacen berrinche, algunos son de pocas pulgas o muy delicados. Me da mucha alegría cuando tienen momentos de lucidez y me cuentan cosas de las que vivieron cuando eran jóvenes, ya hasta a Idalia le entiendo las palabras que inventa porque ya se le olvidaron muchas».

A Ángela la contrató una licenciada para que cuidara a su mamá, le gustó la forma como la trataba y la paciencia que le tenía, estuvo con ella varios años, hasta que la ancianita se murió. Al quedarse sin trabajo, una amiga la llevó a la residencia donde ahora labora, acaba de cumplir cinco años, por lo que se hizo merecedora a un reconocimiento por su entusiasmo, entrega y el amor que le profesa a quienes están a su cargo. Cuenta que Anita, a pesar de que tiene demencia senil, siempre está en unos de los sillones de la entrada esperándola. De repente «me abraza y me dice que me quiere, eso me da mucha alegría y me recompensa lo pesado que pueda ser mi trabajo».

Comenta: «Siento feo ver la forma en que acabamos, he conocido gente que fue muy inteligente y que hizo muchas cosas en su juventud y en su edad adulta, pero que ya no saben ni quiénes son, ni lo que hacen. Algunos familiares los traen y se olvidan de ellos, aunque hay otras, como la señora Rosita, que a pesar de que su mamá no la reconoce, viene cada tres meses de Estados Unidos a verla y siempre está al pendiente por teléfono de lo que le hace falta, o si se llega a enfermar inmediatamente se hace presente».

Idalia fue locutora de radio y televisión, Ana María ganó un récord Guines, Alicia fue maestra de literatura de la UNAM, Laura trabajó en la Armada de Estados Unidos, con su pensión sus hijos pagan su estancia. «Da tristeza saber quiénes fueron y lo que son ahora». A Idalia ya no se le entiende lo que habla, ya inventó una forma de comunicarse y la única que se esfuerza por comprenderla es Ángela.

Hay otras personas cuerdas, sanas e inteligentes que llegaron a la casa de retiro porque sus familiares no las pueden cuidar o porque están solas en la vida, pero todavía saben moverse por sí mismas como la señora Olga que por voluntad propia está allí. Para la cuidadora «son personas indefensas que necesitan el apoyo de alguien, hay muchos que están solos y abandonados, aunque tengan familia. Una vez le dije al hijo de una de ellas que su mamá necesitaba zapatos, porque ya no podía caminar, le mandó unos tan duros y feos que resultó contraproducente. Cuando la señora Olga se dio cuenta le regaló unos cómodos».

Ángela es un oasis en el desierto para sus nueve «abuelitos» que apoya, disfruta lo que hace, les da amor y procura que estén lo mejor posible en estos últimos años de su vida. Aunque para ella no sea fácil, le ve el lado positivo. Sale a las cinco de la mañana de su casa que está en Chimalhuacán para trasladarse a su trabajo en la colonia Narvarte: «Es difícil cuidar a las personas adultas, pero yo lo hago con mucho cariño y respeto, son personas que viven abandono y que están deseosas de un cariño, o de alguien con quién platicar».

A la cuidadora se le estruja el corazón cuando se acuerda de sus «abuelitos» que han partido: «Dejan recuerdos muy bonitos, te cuentan cosas de su vida, de sus alegrías, de sus sufrimientos, de sus tristezas, de sus viajes, de lo que las hizo vivir, de sus pasiones, de sus entregas, aun dentro de su demencia, a veces afloran sus recuerdos, es una gran experiencia de vida, creo que yo nací para cuidarlos. Tan es así que me buscaron para cuidar a una ‘abuelita’, el domingo que tengo libre, ya me quiere y se porta bien conmigo».

Está feliz con su reconocimiento por sus cinco años en la residencia y por lo que la directora le dijo: «Necesitamos a más cuidadoras comprometidas como tú, nunca cambies, sigue dando amor a tus ‘abuelitos'», algún día la vida se lo recompensará.

A sus 56 años, Ángela sigue con el mismo entusiasmo, aunque un poco cansada, pero no parará hasta que el cuerpo aguante. Dice estar orgullosa porque formó, ella sola, dos hombres de bien, su hijo mayor es licenciado en computación y el menor estudia economía en la Universidad Autónoma Metropolitana. Desea que este 28 de agosto todos los «abuelitos» y «abuelitas» pasen un día feliz, no solo los de la residencia, aunque «sé que es algo imposible pero es lo que más me gustaría».


 

 

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